El dilema entre la materialidad y la espiritualidad tuvo
por muchos siglos en la religión su punto de apoyo y soporte, pero ahora que
esta se encuentra desacreditada, parece ser posible ser espiritual sin ser
religioso. ¿Es así? ¿O se trata de una trampa del pensamiento autoreflexivo?
Para bien o para mal, en su desarrollo civilizatorio la
especie humana estableció una diferencia más o menos tajante entre cuerpo y
mente, sobre todo en la medida, más o menos evidente, de que uno parece
alineado a la materialidad pura y el otro más bien a la abstracción y lo
invisible. Nuestro cuerpo, nuestras manos, nuestra piel, nuestros aromas, los
podemos ver y sentir, en su sufrimiento y su placer; no así nuestras ideas y
pensamientos, que si bien encuentran eventualmente expresión real y física, en
el momento de gestarlos no parecen sino elucubraciones vagabundas y fútiles,
dispuestas a desaparecer al instante siguiente para ya jamás ser recuperadas
Es probable que esta dicotomía haya animado el desarrollo
de la espiritualidad, la creencia en una realidad no material y sin embargo
existente que influye en la realidad material y palpable. Así como nuestras
ideas y pensamientos se manifiestan en, digamos, nuestros hábitos y nuestras
acciones, así también el mundo podría obedecer a fuerzas invisibles que
determinan sus fenómenos.
Pero esto que inicialmente se dio como mero impulso
epistémico, un esfuerzo cognitivo por explicar el entorno, derivó por el mismo
funcionamiento de las sociedades en una institucionalización de la creencia y
su transformación en religiones. Dioses, potencias, ritos propiciatorios,
jerarquías sacerdotales, libros sagrados y otras prácticas culturales hacia los
que se encauzó la espiritualidad que, parece, es parte esencial del ser humano
―sin perder de vista, claro, que esta pretendida “esencia” o “naturaleza” es
también, siempre, una construcción cultural.
Con el tiempo sin embargo, y sobre todo por la influencia
de la modernidad y su insaciable fagocitación de paradigmas, la religión cayó
en desprestigio, y explicar el mundo a través de sus códigos pareció
anacrónico, insuficiente e inútil. Entre tres y cuatro siglos duró la paulatina
demolición del otrora imponente edificio religioso, hasta reducirlo a la
reliquia de tiempos pasados que parece ser en los nuestros.
Y, con todo, la dicotomía persiste. Se argumenta, acaso
con razón, que el ser humano puede no ser religioso, pero tiene que ser
espiritual. Puede, en efecto, no realizar cotidianamente rituales
preestablecidos por una entidad mayor a él (ir a misa, rezar 5 veces de cara a
la Meca, observar el sabbath), pero al parecer es contranatural vivir sin
ningún tipo de pensamiento trascendente, sin un soporte mental que dé sentido
al caos y la contingencia, a lo inexplicable y lo desmesurado.
La nuestra, en efecto, es una época heredera de la razón
y la lógica como los únicos recursos válidos para explicar el mundo. Una época
donde el amor, por ejemplo, se explica como la conjunción neuroquímica de
diversos elementos, y ya no, como se hacía antaño, por la influencia de seres
venidos de realidades paralelas y perceptibles solo por los radicales efectos
de la pasión amorosa.
La pregunta es si de verdad esto es suficiente y
satisfactorio, si de verdad nos basta con saber que el amor es eso, solo una
reacción química, y no un fenómeno que trasciende la pobre materialidad de
nuestras personas.
Así, huérfanos como nos encontramos de los grandes
modelos explicativos como la religión, actualmente no es raro escuchar que
alguien se declara “espiritual pero no religioso”, un dilema que a primera
vista parece no tener sentido pero que, en efecto, posee su propia lógica.
En el sitio Reality Sandwich, Adam Elenbaas se pregunta
por las diferencias entre ambos conceptos para poder discernir si, en efecto,
expresan distintas cosas. Escribe Elenbaas:
Hay algunas preguntas que podemos hacernos. ¿Deseamos
liberarnos de todas las ataduras de este mundo y salir del ciclo de la
reencarnación, para alcanzar la iluminación y el nirvana? Si es así,
compartimos la presunción religiosa más fundamental. ¿Creemos que la humanidad
está involucrada en estados cada vez más altos de consciencia y en camino hacia
la unidad y unicidad? Si es así, compartimos también la más fundamental de las
presunciones religiosas.
¿Creemos que se requiere expiación, purga o sanación
de las cosas “bajas” para alcanzar cosas más altas? Si es así, compartimos la
presunción de las mayores religiones de nuestro planeta. ¿Anhelamos liberarnos
del sufrimiento y la miseria de este cuerpo y este mundo? ¿Sentimos que no
pertenecemos aquí? ¿Sentimos que el ego es una ilusión o algo que necesita
servir a un ser mayor o reunirse con el todo? Si es así, entonces compartimos
las presunciones fundamentales de todas las religiones.
Como se ve, el asunto no es tan sencillo como parece.
Pocas veces lo reconocemos, pero la verdad es que estamos moldeados por siglos
y siglos de cultura que, imperceptiblemente, forman lo que consideramos
nuestras creencias más profundas.
Si existe una solución ―que también puede ser un engaño,
una trampa del pensamiento autoreflexivo―, quizá esta radique en la
autenticidad y la sinceridad.
¿A qué se refiere la expresión “espiritual pero no
religioso”? ¿A un esfuerzo personal intenso por encontrarnos y no perdernos,
según sugiere Elenbaas?
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